Crítica de "Adiós a la memoria", un documental personal de Nicolás Prividera

Pareciera un oxímoron el título de la nueva producción del realizador y pensador del cine Nicolás Prividera, quien tras "M" (2007) y "Tierra de los padres" (2011) una vez más apela a la memoria, en este caso la suya y la de su padre, para configurar en "Adiós a la memoria" (2020) una épica sobre cómo los recuerdos determinan la historia, la propia, y también la de un país, que prefiere fundar, en el olvido, un nuevo relato cada día.

martes 02 de noviembre de 2021

Resignificando materiales grabados por su propio padre, quien un Alzheimer le arrebató en sus últimos años la posibilidad de seguir sabiendo quién era, qué había pasado con su esposa, con su familia, y quién es aquel hombre que frente a él, con una fisonomía casi exacta en similitud, le trae el pasado en palabras e imágenes, Prividera reflexiona, con valentía y con sapiencia, sobre como el olvido puede fundar, en algunos casos, los peores estadíos y procesos históricos nacionales y personales.

La narración en off, contundente, pensada, milimétricamente estudiada, envuelve, y el sonido potencia el relato, sentido, a veces tautológico, sobre cómo la otredad, sean vínculos, familias, recuerdos, terminan significando y resignificando aquello que se cree válido desde la construcción misma de la memoria (otro relato). Sabiendo que es algo fugaz, y que a largo plazo puede construir ideas que nada tienen que ver con la verdad, lo más interesante de una propuesta como Adiós a la memoria, es su capacidad para trascender el hecho cinematográfico y convertirse en una verdadera experiencia para quien se para frente a ella, la espera, la acompaña y finalmente vuelve, transformado, a su cotidianeidad.

“Siempre es el otro el que nos mira desde el pasado”, dice, y automáticamente el espectador imagina el lugar que ocupa en una larga cadena de significantes y posiciones que la propuesta consolida, en ese preciso momento, exigiendo una activa expectación y mirada ante las imágenes y reflexiones que se suceden, las que, como en un primer momento, pasan velozmente, son inasibles. Y en ese juego, que interpela y propone, la imagen capturada por una cámara, que, curiosamente maneja aquel que hoy no sabe cómo utilizarla, deviene el trazado de la película, superando lo particular para construir un relato sobre la memoria colectiva, la clase media, la dirigencia política, entre otros tópicos.

La edición de Hernán Rosselli (Mauro), precisa, justa ante la multiplicidad de materiales, permeabiliza el retrato familiar, fotográfico o audiovisual, de una universalidad que a su vez dialoga con una idea central de la película que es que “la memoria no es un depósito, es un campo de batalla”. Así es como se atraviesa la película, por zonas minadas de sentido, por otras bombardeadas por recuerdos, por algunos refugios momentáneos (con unas imágenes de Buenos Aires de antaño únicas), pero siempre con la sensación de estar indefenso y a la intemperie, provocando, positivamente, una decantación que habilita la profusión de ideas y la multiplicación de sentidos.

Y allí, precisamente, en donde la acumulación comienza a sentir en el relato, en donde cada esquiva mirada de los protagonistas al registro fotográfico resignifican la palabra, una de las capturas, en donde un infante Prividera dispara a la cámara, cuando ese golpe certero, revolucionario, aparece y termina por cristalizar la propuesta como una potente tesis sobre el pasado, la fundación del presente, y el paso de la memoria a otro estadío.

9.0
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