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Crítica de "Madoff. El monstruo de Wall Street" y un fascinante retrato de la avaricia

El inversionista bursátil Bernie Madoff no sólo era admirado, sino muy querido, en el poderoso mundo del dinero que encierra Wall Street. Fundador del NASDAQ, la bolsa de valores electrónica, cuando nadie creía en sus alcances, llegó a amasar una fortuna de casi 70 mil millones de dólares, cumpliendo, así, con el sueño americano para una familia humilde, y de origen judío, a la que pertenecía.

A lo largo de veinte años, la empresa que fundara, en un principio como una detestable oficina de “mercado de venta libre”, con corredores y agentes conectados vía telefónica -el basurero de las inversiones, formado por compañías pequeñas y no respetables-, había crecido hasta convertirse en un gigante global y, aparentemente, todopoderoso, donde millonarios, aristócratas, empresarios o bancos, incluyendo gente famosa como Steven Spielberg, y el dueño de los Mets de Nueva York, Fred Wilpon e, incluso, Elie Wyesel, sobreviviente del Holocausto y Premio Nobel de la Paz, así como dentistas, maestros y policías jubilados, que invirtieron con él, se vieron, en unas horas, en la ruina, cuando el fraude se expuso a la luz.

Como en un acto de magia, cuando ocurriera el “lunes negro  de 1987”, en el cual los inversores de Wall Street perdieron 500 mil millones de dólares, la única empresa que no se fue a la quiebra, fue la de Madoff.

Madoff llegó a ser tan respetado que, incluso la Comisión de Bolsa y Valores (SEC en inglés), encargada de hacer valer las leyes federales de valores, en un principio, cuando los rumores de fraude -un posible caso de “esquema Ponzi-, por la publicación en Barron’s, de una investigación periodística realizada por Erin Arvedlund, y otra de Michael Ocrant, en el boletin financiero MARHedge, en lugar de auditar su empresa, simplemente le llamaron por teléfono para preguntarle si tenía un “fondo -secreto- protegido”, es decir ilegal, cuestión que Madoff, por supuesto, negó rotundamente.

Carlo Ponzi, migrante italiano en los Estados Unidos, se hizo célebre por haber hecho uso de un esquema fraudulento, hace un siglo, que no inventó pero que convirtió en el más exitoso hasta el momento y por el cual recibió su nombre, que consiste, como popularmente se define, en “robarle a Pedro para pagarle a Pablo”, a través del cual se realiza una inversión inicial, con promesas de rendimientos fabulosos -y he aquí uno de los focos rojos de alarma, a tomar en cuenta para no caer en el fraude, pues “toda inversión conlleva un riesgo”, y jamás será segura-, que va ascendiendo, en pirámide, atrayendo un conjunto, cada vez mayor, de inversores, con cuyo dinero se puede pagar a los inversores iniciales, pero cuyo dinero jamás fue invertido en ningún negocio. A la larga, el esquema es insostenible, y se derrumba sobre sí mismo, mientras el perpetrador del fraude ya se ha dado una vida de lujos y excesos.

Uno más de sus elementos típicos (otro de sus focos rojos), consiste en crear en el inversionista una sensación elitista de pertenencia a un grupo único, al que acceden sólo los elegidos. Madoff utilizó esta forma de persuasión psicológica cuando alguno de sus inversionistas amenazaba con retirar su dinero. Podían llevárselo, pero jamás podrían “reinvertirlo”, y serían expulsados de su empresa. Así, y con un ansia de seguir ganando rendimientos increíbles -e inexistentes-, el inversionista, inmerso en el esquema, se abstiene de retirar su dinero.

El esquema Ponzi es un tipo de fraude tan simple, y obvio, que parece genial. En realidad es un engaño vulgar, en el cual los participantes, codiciosos por ver su dinero creciendo a ritmos agigantados, se ciega y, de esta manera, participa en un auto engaño que, a la hora de descubrirse, puede llevar a la víctima a aislarse, tras experimentar una depresión profunda, debido a la vergüenza que lo agobia. Esto fue lo que ocurrió con el aristócrata francés René-Thierry Magon de la Villehuchet, empresario fundador de la firma de inversión Access International Advisors, que terminaría suicidándose tras perder mil quinientos millones de dólares a manos de Madoff. Dinero que provenía de las familias más rancias de toda Europa, depositado en total confianza en su firma, y esta en la de Madoff quien, una vez detenido, no tendría empacho en afirmar que, sus afectados, se merecían lo que les había hecho, por “avaros y estúpidos”.

El matemático Harry Markopolos, valiéndose de herramientas matemáticas, concluyó lo más obvio, pero que nadie quería ver: la supuesta genialidad de Madoff era, en realidad, una estafa, perpretada bajo el viejo esquema Ponzi. Pero había algo todavía mas inquietante detrás de su indagación. Cuando los jefes de Markopolos acudieron a él, sabiéndolo un genio de los números, no lo hicieron para desenmascarar a un criminal, sino para que intentara emular su método y, así, competir con Madoff, dividiendo el mercado. Una vez más, detrás de todo se hallaba la codicia monstruosa de Wall Street.

Cuando el FBI por fin allanó las oficinas de Madoff,  se encontró con una fachada, al estilo de los “pueblos Potemkin”, creados como puestas en escena, por parte del príncipe Potemkin, para Catalina la Grande, de quien era amante, y que consistían en meras fachadas pintadas y gente que actuaba como si fuera feliz, para hacerla caer en el engaño de que todo era perfecto, y que su administración de Crimea -recién anexada al Imperio Ruso-, y las aldeas a lo largo del río Dniéper, era exitosa. El piso 17, en el edificio Lipstick en Nueva York, llamado así por su forma de lápiz labial, donde comenzaban las oficinas -y el imperio- de Madoff, era una especie de antro, sucio, caótico, donde se llevaba a cabo el fraude, mientras el 19, a todo lujo, mostraba la parte deseable, atractiva y, supuestamente triunfadora, del negocio lícito de Madoff.

Madoff era una persona con una personalidad extrema, cambiante, que se consideraba un benefactor, sobre todo de los amigos de los amigos, que ocupaban puestos clave en la empresa, y que ganaban mucho dinero. Pero podía transformarse en un energúmeno por algún error cometido, en una fiera que despotricaba, y a quien había que temer. Cuando, ya en prisión, Madoff supo del suicidio de uno de sus hijos, del cáncer que acabó con el otro, y que su mujer vivía en un auto, con sólo dos maletas de ropa por toda posesión, tras requisarle todos los bienes, no sufrió si o en la medida que había perdido la admiración de ellos. Su diagnóstico psiquiátrico no dejaba dudas, Madoff era un narcisista y sociópata.

Madoff. El monstruo de Wall Street (MADOFF: The Monster of Wall Street, Joe Berlinger, 2023), no es el primer tratamiento que se hace para la pantalla, sobre la vida de este estafador, a quien ya interpretara Richard Dreyfuss, en una telefilm llamado Madoff (Raimundo De Felita, 2016)  o el papel que, inspirado en este, hiciera Alec Baldwin para Blue Jasmine (2016), dirigida por Woody Allen.

Madoff. El monstruo de Wall Street, docuserie disponible en Netflix, sigue el mismo esquema efectivo de documentales anteriores, y que sus productoras han conservado, a la hora de ser distribuidas por la plataforma, por ejemplo en Vivir sin freno. El turbulento mundo de John McAfee (Charlie Russell, 2022), que indaga en los años de persecución legal que, McAfee, creador del popular antivirus informático del mismo nombre, sufriera por evasión fiscal, o en El ascenso de un imperio: Otomano (Rise of Empires: Ottoman, Emre Sahin, 2020), y que consiste en entrevistar figuras clave implicadas en los asuntos, ya sea directamente o en las investigaciones o, en el caso de las series históricas, a especialistas en la materia, así como en la recreación minuciosa de escenas en su contexto, y el uso de material de archivo.

Madoff. El monstruo de Wall Street, con su cuidadosa -y fascinante-, exposición de los hechos, deja con la desoladora idea de que, una gran parte de la humanidad -incluyendo a los “cómplices ignorantes”, aquellos empleados que sólo cubrían parte de su trabajo, ignorando el conjunto-, no sólo es proclive al engaño, sino que este se erige siempre sobre la codicia y la avaricia. Elementos sobre los que Madoff levantó, por años, un imperio con pies de barro.

Bernie Madoff murió en la cárcel, a los 82 años de edad, tras haberle conmutado la sentencia de cadena perpetua por la de 150 años de prisión. Fue cremado, en un acto de repulsa, contrario a la costumbre judía de sepultar a los muertos -que incluye el entierro digno de los asesinos-, y la caja que contiene sus cenizas yace, hoy, en los estantes de un abogado, ante la negativa de la familia de recibirlas.

7.0
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