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Crítica de "Bodkin": Entre monjas, asesinatos y podcasts

"Bodkin" (2024) ofrece una mirada única a la vida rural contemporánea mientras desentraña crímenes olvidados y despierta risas en cada esquina. Un viaje lleno de giros inesperados, suspenso y humor en esta fascinante producción que desafía los límites del podcasting del siglo XXI.

Bodkin, un pueblo típico de Irlanda, con cuatro estaciones en un día, verde y hermoso, donde la cotidianidad transcurre sin sobresaltos y “siempre llueve aunque no llueva”, con sus habitantes jugando a los "bolos de carretera", expresándose siempre con un “Mmh” o un “Okey”, bebiendo cerveza Guinness en el pub, con sus encantadores niños controlando la población de gaviotas a tiro limpio, donde llaman “rocas” a las hadas, y siempre se encuentra a tope de viajeros New Age y neo hippies y en la que, en contraste, se sitúa uno de los mayores consorcios de tecnología digital de Europa, y una hermandad de monjas separadas de la iglesia habita una isla, en la cual practican yoga y reiki. Pero, también, un pueblo lleno de secretos desde que, hace veinte años, tres asesinatos ocurridos durante la celebración del Samhain, fueran mantenidos como un “crimen dormido” –“en Irlanda no existen los asesinos seriales”-, hasta que un grupo de pintorescos, como poco inteligentes, podcasters, llegaran a averiguar más de lo debido.

La sumisa Emmy Sizergh (Robyn Cara), Gilbert Power (Will Forte) el jefe del equipo, que quiere hacer siempre las cosas legalmente, aunque no le lleve a ninguna parte, y Dubheasa “Dove” Maloney (Siobhán Culley), irresponsable, de carácter agrio, temeraria y sin ningún prurito a la hora de romper la legalidad (aunque meta la pata la mayoría de las veces), van encontrando y desechando pistas -ayudados por Sean O’Shea (Chris Walley), su chofer que presume haber nacido en Rumanía, y abandona a sus pasajeros cada vez que le viene en gana-, descubriendo identidades ocultas y revelando, poco a poco, el porqué de las muertes -los desaparecidos Fiona Doyle, Malachy O’Connor, y un tercer joven sin identidad, cuyas existencias resultan dudosas por momentos- y, de paso, algún nacimiento insospechado.

Desde contrabando, cultivo de hongos alucinógenos, hasta la venta ilegal de anguilas -una especie protegida-, el trío -a quien no le faltan problemas personales, ya que Gilbert está al borde del divorcio (su mejor trabajo como podcaster ha sido, de hecho, el proceso de separación de su esposa) y Dove, que odia a las monjas, es perseguida por un pasado donde se le acusa de quemar un convento (“las monjas son eternas, es una maldición”, “son como el vino, al final acaban siendo vinagre”) y su jefe la atosiga con sus problemas a distancia, por teléfono-, tratará de hacer lo posible por mantener a flote el proyecto de un podcast que, conforme avanzan en sus pesquisas, parece perder importancia.

Producida por Barak y Michelle Obama, Bodkin captura la esencia rural de la Irlanda de hoy, en la que todavía se habla de yeguas que dan siete vueltas en el campo, antes de convertirse en bellas mujeres, o en la cual los pescadores opinan que el calentamiento global es más importante que resucitar crímenes olvidados, y hasta los ganaderos tienen una opinión sobre la IA (“no se puede falsificar la carne”) o, por lo menos en esta serie, tan divertida que no decae en ningún momento y sostiene su encanto en el efectivo retrato del ambiente y lugar, a pesar de alguna pincelada de inclusión prescindible en la trama.

La película, en cuanto a actuaciones, le pertenece a Siobhán Culley, que hace suya el alma de un personaje en rebeldía con todo y consigo misma y quien, aunque en un principio esté en desacuerdo con grabar un podcast de historia criminal -que considera situado en algún lugar entre lo inmoral y la basura-, es la primera en comprometerse.

Al final, Bodkin es, realmente, tanto una ligera reflexión sobre el quehacer de los podcasters, como una amistosa burla al podcast como fenómeno del Siglo XXI.

6.0
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