Opinión

Reflexiones sobre 'Pobres Criaturas': Sexualizadas criaturas

En "Pobres criaturas" (Poor Things, 2023), dirigida por Yorgos Lanthimos y protagonizada por Emma Stone, nos sumergimos en un viaje surrealista y provocador que desafía las convenciones sociales y las expectativas impuestas por la herencia paterna. Martin Svelson nos invita a reflexionar sobre esta obra que se presenta como un espejo distorsionado de nuestra propia realidad, donde los límites entre lo grotesco y lo sublime se desdibujan en una danza hipnótica de imágenes y metáforas.

Reflexiones sobre 'Pobres Criaturas': Sexualizadas criaturas
domingo 05 de mayo de 2024

“I made you in the image of myself, I gave you everything you wanted, so you would never know anything else”.

Keane

Pobres criaturas, no aquellas que desde la imagen especular tengan más que ver con el concepto histórico de monstruo -combinación de animales en un cuerpo que, si es femenino, mucho mejor porque representa al otro desconocido y por ende temido-, sino aquellas cuyo deseo no logre escapar al corsé del patrimonio, es decir, de la herencia paterna.

Esto palpita en el centro simbólico de la última película de Yorgos Lanthimos. En ella, Bella Baxter aparece como el Frankenstein más mimado y bello de los que corretean por ese jardín del horror en el que pululan gallinas- perros, cabras-gatos y otras formas de la Quimera o del Minotauro. A la manera de un Cándido volteriano que, a diferencia de este, tiene redención porque se trata de una psiquis infantil encerrada en un cuerpo maduro de firmes y apolíneas curvas. De ahí que se espabile a una velocidad mucho mayor que la adquisición de sus contadas treinta palabras diarias, en un lenguaje que es rudimentario, no sólo por la falta de elementos, sino, sobre todo, porque no establecen vínculo erótico con el mundo exterior que late por fuera de las paredes-padres.

Una de las primeras cosas que hace Bella, en un banquete hogareño que para ella es puro desconcierto infantil -ya que no entiende cómo son ni cómo se usan los elementos en juego-, es romper los platos de la mesa en un homenaje a la tradición griega de la unión matrimonial, erotismo que todavía es con el padre y puertas adentro de esa casa que oscila entre el hogar que hace las veces de purgatorio, y la prisión endogámica en blanco y negro, con puertas y ventanas cerradas al mundo exterior, cuyo grotesco se acentúa por la lente de ojo de pez que distorsiona estancias, escaleras, planos y figuras.

Sin embargo, en la génesis de este Frankenstein femenino pervive el texto de su rebelión: cuerpo de mujer revivido con el cerebro de su hija no nacida, ambas muertas en el cenotafio llamado río Támesis. En la fábula todo es posible, y lo que esta fábula dice es: ella es hija de sí misma. Sólo le falta nacer de verdad, ya que como se sabe no alcanza con nacer para estar vivo, y el Fénix, entonces, late como profecía aún no cumplida.

En la película, esa chispa brotará con el descubrimiento del deseo sexual. El deseo es el deseo de aventuras, las aventuras son las sexuales, y todo eso conduce a una sola salida posible: la exogamia, contra la cual no hay puertas bajo llave ni ventanas con candado (ni prohibición paterna) que aguanten.

Un dandi acaudalado y bastante mayor que ella, cuyo oportunismo olfateará el brío ya desbocado, tomará partido de esa fuga conjunta. Ahí comienza su periplo por el mundo, que es el mundo de los hombres y mujeres. El despertar de su sexualidad, el nacimiento a la exogamia pone fin a la aridez del blanco y negro y hace nacer, en paralelo, los colores, homenajeados por un vestuario delicioso y realzado por un paleta estridente y vivaz.

Segundo momento de la Bella adolescente de torpe sensualidad. Segundo momento de la película donde el blanco y el negro se desfloran para dar lugar a la fiesta del color que encuentra su paroxismo en la elegancia de los vestuarios y en la composición de los fantásticos escenarios. De ahí, dos puntualizaciones. La primera: enfundada en minifaldas que dejan al descubierto la voluptuosidad de largas piernas, lo grandioso de la actriz Emma Stone es entregarse como una marioneta que se mueve con la torpeza de un crush dummie o, mejor, de una adolescente que no ha aprendido aún a investirse de erotismo adulto. El nuevo grotesco es aún más difícil que el primero porque coloca todo el fuego de la carne en la parrilla del ridículo. La segunda: la errancia por esas ciudades que tienen un fuerte homenaje a Terry Ghilliam, mezcla de fantástico, fabuloso, onírico y estrambótico.

La primera parada de su redención exogámica es Lisboa, una Lisboa muy similar a aquella de cafés con entradas por una calle y salidas por la calle paralela que posibilitó que Leonora Carrington —otra mujer fabulosa y reacia a aceptar las normas impuestas— escribiera su vía de escape hacia el México surrealista en lugar de fenecer en los neuropsiquiátricos que sus padres ingleses le tenían reservado. Una Lisboa desordenada, puerto caótico con mujeres que gritan toda su iracundia o cantan todo su amor y melancolía en fados hermosos: antítesis del Londres con reminiscencias victorianas que marca el punto de partida del kilómetro cero. Despertar sexual femenino en escenario vivificante. Como ella está tan deslumbrada por conocer las cosas del mundo; como su deseo es puro salto metonímico a través de los objetos que va descubriendo, eso genera angustia en el hombre, ya que no cae rendida a sus pies, sigue deseando por fuera. Él está rendido a la bajeza de querer poseerla a toda costa porque ella no lo desea como único objeto consagratorio. Y entonces, el presumible miedo — machista, no masculino— de quien, creyendo en la fijeza de su nueva figurita, primero dice «No te enamores de mí, sólo puedo darte sexo y soy un alma libre», rápidamente vira hacia el terror de saberse una mera estación recreativa en la inevitable metonimia del deseo en flor, libre de verdad y no de discurso diseñado. Intenta apresarla, enjaularla en un crucero de lujo vulgar, ya que si no tiene a mano el elemento fálico detrás del cual esconderse (los billetes, en este caso), queda reducido a la impotencia del niño caprichoso que llora si no tiene en sus manos el juguete preferido en el instante en que lo exige, que siempre es ¡ya!

El dandi cae y ella se fortalece en un mismo movimiento que ya es París, el prostíbulo y un grado más de conocimiento del mundo —y por ende de madurez—, ya que no hay exogamia verdadera sin que al deseo se le anude la variable del dinero cuando se gana por una misma. Este es el momento del máster acelerado, del aprendizaje, ya no del goce en términos individuales, sino del infinito abanico de la sexualidad humana. Pues, qué mejor elemento para fotografiar aquello único, aquello que, más allá de ciertos límites que otorgan las normas sociales que ya ha ido aprendiendo, no tiene objeto regulador en el para todos, puesto que cada quien goza a su manera particular.

Incluso en ese zoológico humano, ella plantea un grado más de libertad: «¿Por qué no somos las meretrices, las mujeres las que, en lugar de ser elegidas por el hombre sobre la base de una cuestión que responda al puro mercantilismo de la carne, elijamos al hombre, para que él sepa y sienta que se acostará con la que verdaderamente lo deseó?». Demasiado para el mundo, tanto el ficcional como aquel llamado real.

La trama de la película, en este punto, adquiere forma circular. Clásico camino del héroe —heroína en este caso— que regresa al punto de partida que, empero, ya no es tal porque vuelve cambiado por la madurez. Empieza en Londres, en una casa paredes adentro. Termina en Londres, en una etapa cuya primera imagen es novedosa: muros exteriores de esa casa en tonos rosados, bajo un cielo celeste, contraste tributario de El Bosco en su gama más festiva y menos monstruosa.

Un Londres victoriano, reprimido y represor, reina Victoria y militares que son bravíos, con la condición de tener a mano un arma de fuego siempre presta al disparo, o unas pinzas que busquen extirpar el clítoris y con ello el tan temido goce femenino. Ahí, ella es la Alicia de carne y sexo, es la rebelión de la flor contra todas esas formas, es pasar a través de múltiples espejos, perforarlos, sin hesitar en sus pasos puesto que no tiene temor a cortarse con las aristas más filosas.

Ella ha ido construyendo su personalidad adulta, que constituye el tercer y último momento lógico del film, a través de ese goce sexual que hace lazo con el mundo de los adultos: tú me hiciste (o me rehiciste), pero soy yo la responsable de aprender mi propia manera de gozar con mi cuerpo, de aprehender el mundo y decidir los frutos que tomaré y aquellos que desecharé: yo me construyo a mí misma con mis vivencias. Ahora sí soy hija de mis pasos dados.

Y el hombre que verdaderamente la ama es el que acepta que ella haya hecho con su deseo y con su cuerpo lo que haya querido: «Si puedes entregarlo libremente y gratis, por qué no has de cobrar si ello querías; es más, me parece que has cobrado poco».

En la síntesis lógica, que es la madurez del personaje, ella llegará a los estudios de anatomía desde un lugar muy distinto al de su padre-dios, que no logra trascender su condición de experimento paterno. Hijo del sadismo que muchos científicos practican con los objetos de estudio para hacerlos coincidir con el motor narcisista del que nacen todas las hipótesis que no se cuestionan porque todas son nacidas de la vanidad más feroz. La versión del padre científico es, más que nunca, una sádica perversión.

Ricas criaturas, las humanas que, con los elementos primordiales de la herencia, construyen una manera subjetiva de gozar y amar, o lo que es lo mismo: los que con la herencia del lenguaje construyen una voz personal.

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