Crítica de "Mi soledad tiene alas", debut de Mario Casas en la dirección con un cine social

En las afueras de Barcelona, en un modesto barrio, Dan (Óscar Casas) y sus amigos, Vio (Candela González) y Reno (Farid Bechara), llevan una vida despreocupada, entregándose a fiestas y robos en joyerías sin considerar el futuro. A pesar de su fachada de pequeño delincuente, Dan esconde un artista talentoso y una sensibilidad única hacia el mundo que lo rodea. La vuelta de su padre, recién liberado de la cárcel, despierta los antiguos demonios de Dan, sumiéndolo en una espiral de violencia que lo obliga a escapar, poniendo a prueba la amistad entre los tres compañeros.

Mi soledad tiene alas destaca por la intensidad con la que sigue a la pareja principal y la destreza de Mario Casas para capturar la esencia de los personajes a través de sus gestos y su interacción con el entorno. El relato logra comunicar de manera sincera la carga emocional y las consecuencias de la violencia que deja su huella en la vida de estos personajes, ofreciendo así una representación honesta  de sus experiencias.

Aunque la película presenta algunos manierismos y simbolismos ingenuos, se beneficia de la sensibilidad con la que Casas aborda a sus personajes. No obstante, el guion, coescrito por el director y Déborah François, exhibe ciertos esquematismos y una fluidez verbal que a veces falla. A pesar de la brillantez visual respaldada por una banda sonora contemporánea, el guion no siempre logra mantener la fuerza narrativa.

Mi soledad tiene alas representa un debut profesional respetable; no obstante, en ciertos momentos, la influencia de referencias cinematográficas, desde Achero Mañas hasta Fernando León de Aranoa, puede percibirse como excesivamente evidente, lo que provoca cierta inestabilidad en la coherencia de la narrativa.