Salas

Crítica de "No hay osos", Jafar Panahi y la potencia poética del simple hecho de filmar

El director iraní Jafar Panahi realiza una cruda y arriesgada cinta que se sitúa entre el documental y la ficción y en la que da cuenta de las implicancias políticas y sociales que puede tener el cine.

jueves 18 de enero de 2024

Para escribir una poesía 
que no sea política 
debo escuchar a los pájaros. 
Pero para escuchar a los pájaros 
hace falta que cese el bombardeo. 
Marwan Makhoul, poeta palestino 

Un cineasta está dirigiendo una película a la distancia, desde un pequeño pueblo situado en la frontera entre Irán y Turquía. En ella, una pareja discute un plan para huir del país usando pasaportes falsos. Pronto veremos que la pareja realmente está buscando una salida del país y que el cineasta, cuya tarea documental es sistemáticamente concebida como una actividad peligrosa, también necesita pasar la frontera de manera ilegal. 
 
No hay osos (No bears, 2022) es una película que logra ubicarnos enseguida en una posición incómoda. Desde los primeros minutos se nos despojará de cualquier gesto que nos permita ver lo que está ocurriendo en pantalla como algo puramente hipotético. Comenzaremos entonces a intentar trazar límites entre lo documental y la ficción. 
 
Jafar Panahi, realizador de No hay osos, es uno de los directores perseguidos por el gobierno de Irán debido al contenido de sus films. Ha sufrido amenazas, encarcelamientos y torturas, y le ha sido prohibido tanto filmar películas como salir del país. Panahi protagoniza el film, y la solidez y el estoicismo de su presencia tienen continuidad en la crudeza y la contundencia de la realización. 
 
La película problematiza la persistencia de las tradiciones que someten a las mujeres, haciéndolas objeto de los intercambios entre familias. De la misma manera, expone la cotidianeidad e incluso el absurdo con el que la violencia se hace presente en las vidas de los iraníes. Tematiza tanto el encierro como el exilio.  
 
Una de las situaciones retratadas es el conflicto que genera el director al fotografiar a una pareja, en un acto que para él es casi involuntario. La obsesión del realizador por documentar lo que ve se convierte en un problema para los habitantes del pequeño pueblo limítrofe en el cual eligió quedarse. Todo lo que filma corre el riesgo de generar conflictos políticos; por cualquiera de sus decisiones puede ser culpado. 
 
Al ser testigos de una película como esta, en la que la potencia poética está dada por el acto heroico de seguir rodando a pesar de todo, es imposible dejar de pensar que la ficción es un privilegio, y que no se puede hacer ficción en contextos de tanta hostilidad. Pero sí se puede hacer cine, y de ello es prueba la férrea voluntad de Panahi. Los incordios que su tarea genera la vuelven imprescindible. No hay osos pareciera ser un mantra que el realizador se repite a sí mismo, uno que claramente nos deja a los espectadores: nos hicieron creer que el camino está plagado de amenazas con el fin de amedrentarnos, pero nuestro miedo no hace más que darles poder a los demás. 

9.0
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