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Crítica de "Winnie the Pooh, Miel y Sangre" y el falaz renacimiento del Weird Fairy Tale

En “¡Muerte al Conejito de Pascua!” (1983), un cuento escrito por Alan Ryan, un grupo de amigos se topan con un anciano misterioso, que habita una apartada cabaña en un bosque. Conforme pasan los días y la confianza crece en el grupo, el anciano les cuenta sobre la existencia de seres anómalos, verdaderos monstruos, que manipulan la mente de los seres humanos durante su infancia, haciéndose ver como criaturas dulces y bondadosas.

El cuento nos obliga a reflexionar sobre lo espeluznante que resultaría un mundo donde los seres humanos pudieran convivir con las criaturas de los cuentos de hadas, y los de otros cuentos infantiles.

¿Cómo ha sido posible que, siendo niños, leyéramos sobre un conejo con un reloj de bolsillo, y una niña que lo sigue a su agujero, como si tal cosa fuera lo más natural del mundo? ¿Y, qué de un elefante volador, o de un gigante que habita un castillo en el cielo? El adulto racional cede, y descubre lo aterradora que resultaría dicha posibilidad, en contraposición al niño, entregado a la aparente pureza de la misma -como engañosa-, imagen.

La idea de llevar dichas imágenes aterradoras al cine, no es nueva.  En Lobos, criaturas del diablo (aka. En compañía de lobos; The Company of Wolves,  1984), Neil Jordan se dio a la tarea de adaptar los cuentos de Angela Carter, aparecidos en la antología La cámara sangrienta, en la que se convertiría en una película de culto que, al mismo tiempo que narraba algo más, reclamaba para el terror el cuento de Caperucita roja, con todo y sus connotaciones sexuales.

No existe un nombre que englobe dichas historias, en las cuales conviven seres humanos con las criaturas de los cuentos de hadas, en una situación terrorífica, pero podría llamársele “Weird Fairy Tale”. 

A la película de bajo presupuesto de Rhys Drake-Waterfield, Winnie the Pooh. Miel y Sangre (Winnie the Pooh.  Blood and Honey, 2023), se le notan las costuras por donde quiera, sin embargo esto le añade un falso sabor añejo, equivocadamente nostálgico, trasnochadamente setentero, pero con cuyas muertes -aceptémoslo-, bastante sorpresivas, se eleva la película apenas un poco, encima de la rigidez de las máscaras que encorsetan los rostros de los actores, bajo la apariencia de Pooh (Craig David Dowsett) y Piglet (Chris Cordell).

La historia tuerce de manera maliciosa, ganándola para el slasher, los libros infantiles de A. A. Milne -que pasaron a ser de Dominio Público en 2022-, repletos de los personajes más bobos con que un niño se pueda encontrar, y que Disney llevaría a la pantalla en la adaptación más reconocida, e igual de bobalicona.

Después de que Christopher Robin (Nikolai Leon), tuviera que dejar solos a Pooh, Piglet e Igor, sus extraños amigos, mitad humanos y mitad bestias -he aquí un eco bastante lejano del Dr. Moreau-, para continuar sus estudios universitarios, estos se volvieron contra este último y lo devoraron. Transformándose en monstruos, arrepentidos por haber dado cuenta de su compañero, se dieron a la tarea de vengarse de los seres humanos, en un baño de sangre que empaparía el “Bosque de los 100 acres”, en que habitaran.

La historia es mínima, y ya ha sido contada cien veces, si sustituimos a Pooh por Michael Myers o Jason Voorhees. En realidad, sostenerse sobre una historia mínima, es característica de este tipo de cine. Un grupo de amigas aisladas en el bosque, unas pinceladas de erotismo, bastante gore, persecuciones y sustos baratos. En Winnie the Pooh. Miel y Sangre”, se prescinde, por contraste, de la consabida “final girl” y, por supuesto, termina abruptamente para anunciarnos que está por convertirse en una franquicia.

El fenómeno -pues ya se puede hablar de tal-, comenzó en redes y, oportuna y diestramente, creó expectativas. La película resultante, empero, es tan aberrante como la idea que la sostiene, y se localiza a años luz de distancia del filme de Neil Jordan. Los diálogos son absurdos, en algo más absurdo que Manuel “Loco” Valdéz como el lobo feroz, en las películas mexicanas de Roberto Rodríguez en los años sesenta, dedicados a Caperucita, Pulgarcito y el Gato con Botas, cuyos disfraces son más convincentes.

Uno se mueve a risa, cada vez que un personaje abre la boca, o en cada ocasión que atacan las criaturas. ¿Y qué decir de la panda de leñadores mugrientos, de cabellos largos y grasientos que, increíblemente, defienden a dos de las chicas, antes de sucumbir, a la vez, bajo los monstruos? Alguien podría pensar en miembros de un club de violadores nocturnos, cuyo aspecto causa más impresión que el mismo Pooh, pero que van cayendo como moscas, ante el invencible oso. 

Película oportunista, divertida por su carencia de espíritu, que podría pasar por una tomadura de pelo, a no ser que la veamos como lo que realmente es: entretenimiento vacío, sin auténticas pretensiones, que no intenta ni resucitar, ni expandir, este hipotético “Weird Fairy Tale”, al cual podrían adscribirse, incluso, las citadas películas de Roberto Rodríguez, al lado de la cinta de Neil Jordan y Angela Carter.

4.0
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