Crítica de "Una canción coreana", de Gustavo Tarrío y Yael Tujsnaider

Pero además, la película está atravesada por la inauguración del restaurante de Ana, el estreno de la pieza teatral, que también la tiene como protagonista y que realiza impulsada por los directores del documental, y las peripecias del rodaje, que incluyen la tensa relación entre los realizadores y Víctor, el marido de la protagonista, varios planos del sonidista en acción y muchas referencias a “la película que estamos haciendo”.

Así, Una canción coreana entrecruza las imágenes cotidianas de Ana con el detrás de escena del rodaje, habla permanentemente sobre el acto de filmar y muestra en pantalla los mails que intercambiaron los directores con Víctor (que no solo problematizan la cuestión de los derechos de imagen sino también la compleja relación entre los documentados y sus cineastas, como cuando Víctor reclama: “No intentes meterme en tu película”). Todo eso hace profundo el relato, que tiene, como la cebolla, muchas capas de sentido que se van revelando de a poco, y que lo mantienen siempre renovado.

Ama de casa, esposa, madre, cantante lírica y profesora de canto, Ana es la sonrisa que ameniza y sobre la que se erige gran parte de la película. Sin intenciones conscientes, el documental revela el machismo (¿cultural?) al que es sometida y cómo, a pesar de eso, su actitud nunca es triste.

La imagen estática acompaña el desarrollo de la película y aporta regularidad y simetría al escenario oriental, pero la cámara también es ágil y se mueve para acompañar la salida de los espectadores de la obra teatral, que, como los del cine, ven en Una canción coreana mucho más que la vida de una mujer que canta.