El atolladero de la vida

Herbert

La fascinación del séptimo arte con las batallas a los puños nunca tendrá fin y está bien que así sea porque el medio y el deporte se complementan en función del mismo ideal del paladín solitario. Herbert (2015) viene a confirmar la vigencia de esta sociedad.

Herbert
martes 13 de septiembre de 2016
Las películas sobre boxeadores -desde aproximadamente la década del 40 del siglo pasado, cuando el subgénero comenzó a ser transitado de manera continua- responden a una misma lógica porque todas se concentran en algún tramo de un ciclo narrativo más o menos invariante: tenemos a la pobreza y a un ascenso accidentado hacia la cima como puntos de arranque, luego vienen el súmmum profesional y ese clásico proceso de destrucción (siempre combinando los demonios personales del protagonista con agentes de naturaleza externa, como promotores o parejas poco felices), y finalmente el asunto deriva en una vuelta al inicio, la cual puede incluir -o no- algún tipo de redención a modo de moraleja. El ímpetu aguerrido y solipsista del que debemos definir como el deporte más bello y sincero de todos, hace que el boxeo cuadre perfecto en el “envase” del antihéroe trágico del cine.Así las cosas, Herbert, el segundo largometraje de Thomas Stuber, propone una especie de variación de la fórmula aunque no tanto a nivel estructural sino en relación a una idiosincrasia híbrida que incorpora elementos de otros apartados como el melodrama familiar y las películas sobre pacientes terminales o personas con inconvenientes físicos, actitudinales o psicológicos. El eje del relato es Herbert Stamm (Peter Kurth), un ex boxeador avejentado que por un lado trabaja como guardia de seguridad y cobrador del submundo criminal, y por el otro mantiene sus sueños de gloria vía su rol de entrenador de una joven promesa del deporte. Distante y misántropo como él solo, pronto deberá reconsiderar todas sus opciones cuando esos temblores involuntarios de sus músculos se transformen en un diagnóstico preciso, vinculado a ELA (la esclerosis lateral amiotrófica).Luego de una primera media hora que se condice en un cien por ciento con el desarrollo típico del subgénero, el metraje pasa a dividirse entre los intentos del protagonista en pos de acercarse a su hija y su nieta (Stamm no fue precisamente un buen padre, negligencia y abandono de por medio), los vaivenes de su relación con Marlene (interpretada por Lina Wendel, actriz que está perfecta como una vecina cuarentona enamorada de un Herbert cada vez más ciclotímico) y la progresión de la enfermedad en sí (todos los detalles escabrosos están a la vista, aquí no encontramos un manto de sutilezas ni nada parecido). Stuber utiliza con gran inteligencia una metáfora humanista que recorre de punta a punta la trama: a través del deterioro de la carcasa corporal, el director saca a relucir una nueva dimensión, más conciliadora y “sensible”, espejo de un corazón entumecido por el tiempo.Queda claro que la intención última de Herbert está en sintonía con lo que sería una postura antihollywoodense casi de raigambre fundamentalista, ya que somos testigos de una espiral descendente con poco margen para la identificación automática con el adalid de turno y ninguna concesión a nivel de ese atolladero en el que a veces puede convertirse la vida; pensemos para el caso en la infinidad de desgracias que aquejan al protagonista y en su propia tendencia a “tirar por la borda” el poco cariño que puede acumular en las personas que lo rodean. El naturalismo seco y doloroso de Stuber de nada serviría sin el carisma de Kurth, un actor que se come a la película, soporta estoicamente el cambio que le exige su personaje y exprime las dos facetas de Herbert, esa bipolaridad irritante que si bien cae en un par de clichés de la tozudez, por lo menos apabulla gracias a su fuerza de voluntad…
7.0
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