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Crítica de "Baby: El Aprendíz del Crimen", Remix de acción de Edgar Wright

He aquí la inconfundible obra de un director que ha dominado su estilo con tanta destreza que ahora se divierte explorando las posibilidades del medio.

Crítica de "Baby: El Aprendíz del Crimen", Remix de acción de Edgar Wright
lunes 17 de julio de 2017

Una película de Edgar Wright tiene el mismo peso autoral que una de Quentin Tarantino. Describir Baby: El Aprendíz del Crimen (Baby Driver, 2017) como una película de robos y autos es como describir Los 8 más odiados (The Hateful Eight, 2015) como una de vaqueros.

Estos directores remixan trozos de distintos géneros cinematográficos - la mayoría ignorados o desestimados por la crítica - y los imbuyen con su personalidad para crear un mundo aparte. Así como el héroe de Baby: El Aprendíz del Crimen graba sonidos y remixa canciones para musicalizar su vida a gusto. Un accidente automovilístico que sufrió de chico lo dejó con un zumbido en el oído que ahora tapa con un par de auriculares y música las 24 horas del día.

El héroe es “Baby” (Ansel Elgort), un joven de edad indeterminada pero con una cara que merece el apodo. Es conductor y se dedica a manejar el auto de escape de ladrones profesionales. Si es un as al volante es porque sabe musicalizar sus persecuciones con la banda adecuada. Su jefe es Doc (Kevin Spacey), que lo tiene saldando una deuda personal desde hace años. “Un trabajo más y me salgo,” dice Baby. “Un trabajo más y estamos a mano,” corrige Doc. No quiere perder la gallina de los huevos de oro.

De lejos Baby parece una caricatura del hipster milenial: todo el tiempo enchufado al iPod, escondido tras gafas de sol y viviendo la vida en chiste, ya esté escapando de la policía o pidiendo café en un símil Starbuck’s. Pero rápidamente descubrimos que tanto Baby como la película no poseen un rastro de ironía o fatiga pop. El romanticismo es genuino. Baby tiene más que ver con los rebeldes sin causa de los 50s, que lo único que quieren hacer es escapar en un Cadillac hacia el ocaso acompañados de la mesera que los enamoró a primera vista (Lily James).

El resto del elenco es un poco más colorido que los tórtolos principales, que en definitiva están encarnando arquetipos. Los otros delincuentes incluyen Buddy (Jon Hamm) y Darling (Eiza González), una pareja que trata cada robo como si fuera su luna de miel, y Bats (Jamie Foxx), un sociópata con un alarmante desinterés por las consecuencias de sus acciones. Es interesante la dinámica de Buddy y Bats con Baby, y la forma en que el antagonismo alterna entre personajes. El único desliz es un giro inverosímil que sufre el personaje de Doc hacia el final, el cual contradice todo lo que hemos aprendido sobre él a lo largo de la película.

El film está editado al ritmo de la música que escucha Baby - el tipo de ardid que queda justificado en el guión, dado que la metodología del protagonista es coreografiar sus movimientos de acuerdo a la música indicada. Esto aún si le juega en contra: reinicia una canción porque sus compañeros ladrones no están en sincronía, o retrasa una huida porque no encuentra la canción adecuada. Si los actores cantaran junto a la banda sonora el film podría ser descrito como “musical de acción”. Hasta los tiroteos llevan el compás de la música. Pura sinestesia.

La acción en sí es práctica, fluida y bien dirigida. Los autos giran y cambian de marcha dentro de un mismo plano, y la puesta en escena está tan bien cuidada que Edgar Wright jamás acude al montaje frenético para disfrazar de intensidad las persecuciones. ¿Cuántas hay? Un par al principio y otro par al final. La acción se hace extrañar en el medio pero no tanto como para demandar a la distribuidora de la película, como aquella mujer de Michigan que lleva cinco años litigando porque Drive (2011) no se parece a Rápido y furioso (The Fast and the Furious, 2001).

8.0
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