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Crítica de "Caperucita Roja", un documental de la realizadora Tatiana Mazú González

En "Caperucita Roja" (2019) hay un intento de recuperar lo efímero de los recuerdos y la oralidad como refugio de la memoria para a partir de esto generar un relato sobre cómo la historia particular, a partir de la multiplicación de subjetividades de una propia familia, puede universalizar su propuesta.

viernes 17 de diciembre de 2021

Enfocándose en su abuela Juliana, un personaje al que construye a partir de retazos de la propia protagonista e imágenes de archivo que consolidan mucho de aquello que se dice verbalmente, Tatiana Mazú González contrasta la lucha feminista actual, consciente, potente, de ella misma y su hermana, con la temprana liberación de su abuela española, una mujer que pudo escapar del destino de servidumbre que le habían asignado desde pequeña y que un día se animó a llegar a Argentina para forjar su destino.

Entre charlas amenas, discusiones acaloradas, platos de comida, y la costura como nexo, que hilvana recuerdos y telas, en la presentación de ideas y la superposición de imágenes, pero también en la utilización del rumor como signo sonoro característico, la excusa de la confección de un saco rojo con capucha es sólo un índice sobre aquello que el clásico cuento de Perrault relata, y que, una vez más, tiene a una nieta y su abuela como protagonistas.

La realizadora potencia esa historia desde la experiencia de Juliana, explorando sensorialmente dos elementos claves del lenguaje audiovisual, el sonido y la imagen, con los que agrega profundidad y espesor para que la clásica estructura de la propuesta no se quede naufragando en ella, al contrario, proponiendo algo nuevo y exponiendo sus ganas de trascenderla, algo que finalmente logra.

Juliana cose, se recuesta, cocina, limpia, se asea, se tiñe el pelo, canta, recita cuentos de hadas de memoria, pero también discute, con las más jóvenes, quienes desde la lucha que llevan adelante por conquistas de géneros que aún no llegan, consolidan una épica familiar que transita, en cada caso, la convicción de ir por los deseos y concretar sueños en cada momento de la vida.

Por momentos conservadora, Juliana se queda en silencio ante algunos cuestionamientos y revelaciones (aborto, violencia de género, acoso callejero), pero aun en su mirada reprensiva se percibe el amor que día a día ofrece a los suyos, permitiéndose no estar de acuerdo con aquello que dicen, hacen, o han hecho en el pasado, y no por ello distanciarse del afecto.

La cámara de Mazú acompaña, se introduce en la intimidad de una mujer y su descendencia con una historia de largo aliento que permite, más allá de su particularidad, comprender en ella el relato vívido de miles de inmigrantes que han llegado al país y se forjaron, con tezón y esmero, un destino diferente al que se les había asignado.Impulsada por las más jóvenes Juliana escribe, deja en papel, de puño y letra sus memorias, sus recuerdos, algunos de los cuales la directora trae a colación o ilustra con imágenes de archivo, de espacios anhelados, y, principalmente, de la fuerza de la actual marea verde que resignifica cada palabra que Juliana enuncia, cada canción de antaño entonada, independientemente si esté de acuerdo o no con su contenido.

Caperucita Roja explora el universo femenino dentro de varias generaciones de una familia sin eufemismos ni subrayados, lo expone, lo deconstruye, y lo vuelve a unir en un discurso visual y sonoramente potente que además se hace entrañable por su protagonista, Juliana, una mujer que supo luchar por lo suyo, que sigue peleándola día a día, haciendo valer su género, aún sin ser consciente de ello. 

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