Crítica de "La isla del tesoro", extraordinario documental rhomeriano de Guillaume Brac

Luego de estudiar en la Femis, reconocida escuela de cine de París, Guillaume Brac se hizo conocido tras dirigir varios cortos y el mediometraje Un monde sans femmes (2011), un cuento veraniego inspirado en El rayo verde (Le Rayon Vert, 1985) de Eric Rhomer. En 2014 estrena Tonerre, una comedia agridulce sobre el afecto, el amor y las relaciones humanas. Después vino Contes de juillet y finalmente La isla del tesoro, un abierto y explícito homenaje a Rhomer.

“No sé si habrá por aquí tesoros -dijo-; pero apuesto la peluca a que hay fiebre”, sostiene la cita de Robert Louis Stevenson con el que inicia La isla del tesoro y que resume el espíritu lúdico que atraviesa la narrativa de un documental en el que se entrecruza la inocencia con la atracción sexual y la adrenalina con la serenidad.

Brac, que filma ficciones como si se trataran de documentales y documentales como si se trataran de ficciones, sumerge al espectador en una aventura veraniega a través de una mirada observacional infantil. De los responsables del lugar, a los empleados que controlan todo, los adolescentes que seducen a sus pares, los niños que intentan entrar sin que nadie los vea, el profesor de inglés que cuenta sus vacaciones en Croacia, o el vigilante guineano que relata la persecución que sufrió en su país… La isla del tesoro habla al mismo tiempo de la infancia, de la adolescencia, de la raza, y de la inmigración.

Un mosaico sociológico de un desconocido paraíso popular donde la cámara fija y los planos largos de Brac observan con sutileza, sin interferir, esos pequeños detalles rutinarios, que reflejan los cambios y transformaciones sociales de un país, una especie de micro sociedad en una pequeña isla. Una aventura a través de la mirada de un niño que confirma el talento de un grande.