Crítica de "La pintora y el ladrón", una historia de amistad entre dos almas torturadas

En el año 2015, dos pinturas fueron robadas de la Galería Nobel en Oslo, Noruega. Pero, no fue un robo como cualquier otro perpetrado en una galería de arte. Los atracadores se tomaron el trabajo de retirar todos los clavos que sujetaban el lienzo al marco, lo que según la película les habría llevado más de una hora. La sensación de que se trataba de un trabajo por encargo se ve reforzada por el hecho de que las pinturas, que nunca aparecieron, eran las dos más importantes de la artista checa hiperrealista Barbora Kysilkova, radicada en Oslo, y cotizadas en 20.000 euros.

La pintora y el ladrón comienza con las imágenes grabadas por las cámaras de seguridad de la galería durante el vernissage inaugural para pasar más tarde a aquello que registraron durante el atraco. Los ladrones son identificados y uno de ellos, Karl-Bertil Nordland, es detenido y juzgado, pero las pinturas no aparecen y el acusado alega que producto de las drogas consumidas no recuerda que sucedió con exactitud ese día. Kysilkova asiste al juicio y en un momento le propone retratarlo. Hacen un pacto. Él deberá posar como modelo para ella de manera gratuita en compensación por el daño provocado.

Ree se enteró de la historia y contactó a la pintora para filmar esos encuentros donde descubre que entre ellos hay una conexión mucho más profunda, que los supera, y en la que quedan difuminados todos los límites éticos. Los filma, a distancia, planos largos; no entrevista a sus personajes, deja que la historia fluya ante sus ojos sin interferir, y así da forma a un relato fascinante sobre la esencia de la naturaleza humana, que trasciende por encima del robo para dar origen a la amistad real entre la pintora y el ladrón, una relación con consecuencias reparadoras para ambos. Los dos son almas torturadas que se entienden. Los dos son víctimas y victimarios que encontraron en el arte una forma para comunicarse y sanar.