Crítica de "El club", de Pablo Larraín, un retrato sobre los abusos de la iglesia católica

"Nos levantamos y rezamos. Después tomamos el desayuno. Celebramos la misa al mediodía. Comemos a la una. Luego cantamos. A continuación tenemos tiempo libre. Rezamos el rosario a las ocho y media hora después cenamos", comenta tranquila la monja que regentea la casa en la que viven escondidos el grupo de sacerdotes. Importa la puntualidad, el orden y la absoluta normalidad del más triste y repulsivo de los horrores. La propia iglesia los tiene ahí ocultos.

Pero en El club (2015) no todo es la mediática pedofilia. Un capellán militar pena por su complicidad durante la dictadura pinochetista; otro se esconde por haber robado niños recién nacidos a madres adolescentes; otro hace tiempo que ha perdido la cordura por lo que no queda claro el porqué (¿homosexualidad?), y la última, la monja, simplemente paga por obligación. Todo marcha en una aparente tranquilidad hasta que un día aparecen en la casa dos sujetos: un joven víctima de un pederasta; y el emisario de la nueva iglesia dispuesto a terminar con el problema.

El club, protagonizada por Alejandro Goic, Roberto Farías, Antonia Zegers, Alfredo Castro y Jaime Vadell, entre otros, es una suerte de infierno poblado de curas, hostiles ante todo y también entre sí, un retiro tal vez tranquilo, donde lavar sus culpas de puertas para adentro, pero que en la práctica es el mismo infierno, por definición, a perpetuidad y encima "in crescendo".Una constelación demoníaca, que el cineasta resuelve con ironía, algo de denuncia y algunos golpes de efecto.

El resultado final es un film intenso y demoledor, con una puesta minimalista donde la carga emocianal y dramática reacae sobre los personajes y una serie de diálogos cargados de una ironía repulsiva, que funciona como el reverso de Obediencia perfecta (2014), la fallida y desafortunada película mexicana sobre los curas pederastas de Luis Urquiza.