Crítica de "La grande bellezza": Un paraíso para Berlusconi

El director de "Il divo" (2008), Paolo Sorrentino, entrega con "La grande bellezza" (2013) un relato barroco y paródico sobre la clase acomodada de Italia. Los ecos de la época de Berlusconi son más que evidentes.

Crítica de "La grande bellezza": Un paraíso para Berlusconi
miércoles 19 de febrero de 2014

Jep Gambardella (Toni Servillo) es un periodista cultural, un dandy con un aura de respeto conseguida gracias a la única novela que publicó tiempo atrás.

Más allá del intercambio de opiniones que tiene con algunos intelectuales (en general, snobs y tilingos), a Gambardella lo podremos ver en fiestas dantescas, que Sorrentino filma con travellings cuasi publicitarios.

Primer gran acierto: el comienzo del film da la idea de continuidad, de “orgía perpetua” (gracias, Mario Vargas Llosa) impregnada de cierto patetismo. No tardaremos en comprobar que esos encuentros son recurrentes. Y aunque nunca se lo nombre, el decadente ex presidente Silvio Berlusconi sobrevuela ese ambiente, el de una Italia ostentosa a tono con ese grupo sobre el que el film posa su mirada.

Y así se suceden una colección de secuencias a las que no les es ajena el sexo, la decadencia física y moral, las miserias del mercado del arte, etc.

Poco a poco, la película devela los rincones más “humanos” de Gambardella y de varios de los que lo rodean. Y allí aparece el “primer gran defecto”: Sorrentino no puede dejar de ser irónico, no puede abandonar la mirada por momentos unidimensionada que tiene por sus criaturas.

Por eso, su película coquetea peligrosamente con la frivolidad que al mismo tiempo parece condenar. No le basta con mostrar en secuencias más intimistas el hastío que aqueja al protagonista, que está excelente. Necesita sobrecargar el relato con flashbacks que en general no aportan demasiado. Y mira a los personajes secundarios con desdén, a veces innecesario (el caso de la mujer que tiene un hijo borderline, y así termina…).

En otros momentos del film, los diálogos mordaces son más efectivos y allí hay otro acierto; por ejemplo, la cena con la longeva monja que visita Roma, una parodia de la Madre Teresa de Calcuta, el ¿reverso? de la ostentación italiana.

Es indudable que Sorrentino es un cineasta que sabe generar climas, que puede manejar un relato con varios personajes aportando pequeñas pinceladas de singularidad a cada uno de ellos, que genera una estética cohesiva que bordea una suerte de “realismo surreal” comparado por varios críticos con el cine de Federico Fellini.

El problema es qué consigue con todo eso, hasta qué punto estamos frente a un realizador original o uno más bien pretencioso. Por el momento, mal no le va: lo veremos subir al escenario del Kodak Theatre cuando en el momento de la Mejor Película Extranjera alguien diga: “… the Oscar goes to…”.

6.0
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